En la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, en 1993, Naciones Unidas la definía como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”.
Sin duda, la violencia contra las mujeres es la expresión más dramática de la desigualdad de género en el mundo y, desde 1995, en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Beijing, está considerada como uno de los principales temas de preocupación mundial que tanto la normativa internacional como europea y estatal han ido incorporando.
Las violencias contra las mujeres son también una amenaza para la salud pública mundial y, en condiciones de emergencia como la actual pandemia COVID-19, tienden a aumentar. Ante tales circunstancias, las universidades deben poner énfasis en hacer visible la persistencia de las violencias y paliar su impacto.
Como en cualquier otro ámbito de nuestra sociedad, en las universidades también se viven diferentes formas de violencia y discriminación basadas en las relaciones asimétricas de poder entre mujeres y hombres, pudiendo ser aulas y campus escenarios de conductas sexistas y violencias sexuales. Se trata, sin duda, de un problema para los gobiernos universitarios que, ante la falta de denuncias formalizadas, puede fácilmente percibirse como algo puntual, fortuito o esporádico, lo que invisibiliza, o al menos minimiza el fenómeno.
La dificultad de llegar a toda la comunidad universitaria para que conozca el posicionamiento contra las violencias machistas de los órganos de gobierno universitarios, el desconocimiento de las estructuras de apoyo con que puede contar la persona que sufre una agresión machista, la normalización de las conductas sexistas, el sentimiento de culpa y el miedo a denunciar de las víctimas, la falta de mentoras o acompañantes, procedimientos de excesiva complejidad, la hostilidad del agresor y su entorno y los efectos perversos que la denuncia puede implicar en la carrera profesional o académica, son algunas de las causas de la invisibilidad de este tipo de violencias en el seno de las universidades.
El compromiso firme y contundente en las declaraciones institucionales contra la violencia machista, la formación y sensibilización en la materia para todo el personal que trabaja en las universidades, especialmente la formación específica de las personas que integren las comisiones derivadas de los protocolos de actuación ante el acoso sexual y por razón de sexo, la difusión y proyección del trabajo de las Unidades de Igualdad como estructuras universitarias orientadas a luchar contra las agresiones machistas, los protocolos de actuación frente al acoso sexual y por razón de sexo sencillos y con procedimientos ágiles y no disuasorios ni revictimizadores para quien sufra una agresión de esa naturaleza, son instrumentos esenciales para luchar contra las violencias machistas dentro de las universidades.
Para ello es imprescindible que las universidades dispongan de recursos humanos y materiales suficientes y permanentes, resultado de una distribución equitativa y racional de los recursos del Pacto de Estado (acción octava), facilitando con ello la realización de estudios e informes de impacto de los diferentes indicadores de acoso y agresiones en su ámbito de competencia.
Las universidades, como generadoras y transmisoras de conocimiento y valores, han de ser referentes en el compromiso de hacer efectivo el principio de igualdad y la erradicación de las violencias contra las mujeres. No dar la espalda a la realidad es el primer paso. Para las universidades, contribuir a un mundo más justo, es tanto un reto como un deber inexcusable.
Las universidades abajo firmantes forman parte de la Red de Unidades de Igualdad de Género de las Universidades Españolas para la Excelencia Universitaria